Sin embargo, tras esa gloria llegó el vacío. El Mundial de Brasil 2014 se nos escapó, seguido de Rusia 2018 y Qatar 2022. Tres citas mundialistas que pasaron sin la presencia de la Albirroja. Fueron 15 años de espera, de frustración y de dolor, donde cada intento fallido nos recordaba que el camino hacia la cima no es sencillo y que incluso las historias más prometedoras pueden sufrir interrupciones. La pasión del hincha paraguayo no se apagó, pero sí se probó. Cada eliminación, cada partido perdido en las clasificatorias se sintió como un recordatorio de que algo debía cambiar.
Durante esos años, vimos pasar generaciones de jugadores talentosos que lucharon sin descanso, muchas veces en silencio, enfrentando críticas, lesiones y desafíos estructurales dentro del fútbol paraguayo. Fue un período de aprendizaje doloroso. La ausencia en los mundiales no solo afectó la emoción de los aficionados, sino también la visibilidad de nuestro fútbol en el escenario internacional y la confianza de quienes sueñan con vestir la Albirroja.
En medio de este ciclo de frustraciones, llegó Gustavo Alfaro. Su nombre se convirtió rápidamente en un símbolo de esperanza. No fue solo un entrenador más; fue quien entendió lo que Paraguay necesitaba: disciplina, estrategia y un plan claro para reconstruir la identidad del equipo. Alfaro no llegó a prometer milagros, sino a trabajar de manera metódica, a confiar en los jugadores y a reconstruir la fe de un país que había perdido la ilusión de volver a la Copa del Mundo.
Bajo su liderazgo, la Albirroja renació. Cada partido, cada victoria y cada empate comenzaron a devolvernos la confianza que habíamos perdido. Alfaro logró lo que parecía imposible: no solo clasificarnos, sino hacerlo con una autoridad que habla de un trabajo profundo y de un compromiso total. La clasificación al Mundial de Estados Unidos 2026 no es solo un boleto a la Copa, sino un mensaje poderoso: Paraguay sigue siendo competitivo, resiliente y capaz de superar las adversidades.
Esta vuelta al Mundial tiene un valor simbólico enorme. No se trata solo de fútbol; es un reflejo de la perseverancia y de la capacidad de aprender de los errores. Es la recompensa a años de paciencia, de inversiones estratégicas en jugadores y de un cuerpo técnico que entendió que el éxito requiere tiempo, visión y unidad. Alfaro devolvió algo más que un equipo competitivo: devolvió la alegría, la esperanza y la certeza de que, aunque el camino sea largo y lleno de obstáculos, los sueños paraguayos son posibles.
Para los hinchas, la clasificación es mucho más que un hecho deportivo. Es la oportunidad de revivir la emoción de Sudáfrica 2010, de recordar la adrenalina de cada gol y de sentir de nuevo que el fútbol nos une como país. Es también un recordatorio para las nuevas generaciones de jugadores y aficionados de que la historia se construye con esfuerzo, pasión y constancia, y que cada caída puede ser el impulso para un regreso más fuerte.
Ahora, mirando hacia el Mundial de 2026, la Albirroja tiene la oportunidad de escribir un nuevo capítulo. La ilusión está renovada, pero también lo está la responsabilidad. Mostrar nuestro fútbol al mundo significa representar no solo a un equipo, sino a una nación entera que soñó durante 15 años y que hoy vuelve a mirar con esperanza hacia el futuro.
Paraguay regresa al Mundial con el recuerdo de lo que fuimos y la determinación de lo que podemos ser. Esta clasificación cierra un ciclo de dolor, pero abre uno lleno de expectativas y emociones. Es la demostración de que la pasión, la paciencia y la fe nunca son en vano. La Albirroja vuelve, más fuerte y más unida que nunca, lista para dejar su huella en el escenario más grande del fútbol mundial.
Y así, después de 15 años de espera, de frustración y de aprendizaje, Paraguay vuelve a soñar. Porque en el fútbol, como en la vida, lo que más cuesta alcanzar es también lo que más se celebra.