Por Emma Jacobs
El acoso sexual ha asomado su repugnante cabeza otra vez.
El New York Times ha alegado que Harvey Weinstein, el productor de Hollywood, había acosado a varias mujeres, incluidas las actrices Rose McGowan y Ashley Judd, y ha llegado a liquidaciones financieras con ocho mujeres. La Sra. Judd afirma que el incidente ocurrió hace dos décadas. El productor de películas descartó muchas de las acusaciones como "manifiestamente falsas".
Los informes se produjeron poco después de reclamos generalizados de insinuaciones sexuales no deseadas en Silicon Valley. Y el año pasado, el fallecido Roger Ailes, el presidente de Fox News, fue obligado a renunciar después de una serie de acusaciones de acoso sexual que datan de varias décadas por parte de las estrellas femeninas de la red.
Hollywood, el área de juegos del Sr. Weinstein, ha sido conocido durante mucho tiempo por el sofá de las audiciones, y evoca imágenes de escalofriantes Lotarios victimizando a bellas y jóvenes actrices principiantes. Pero el acoso sexual no se trata de los hombres que no pueden resistirse a las mujeres hermosas. Se trata del poder y la intimidación.
Cuando el perpetrador es el jefe — la persona que establece el tono de una organización, escribe las reglas, paga los salarios y posee las llaves de la promoción —, ¿quién se atreve a delatarlo?
Sin embargo, estos casos no sólo son perpetrados por agentes del poder de Hollywood. Un estudio de la fuerza laboral del Reino Unido publicado el año pasado por el Trades Union Congress junto con el proyecto Everyday Sexism reveló que casi un 25 por ciento de las mujeres han experimentado manoseo indeseado (como una mano en la rodilla o en la parte inferior de la espalda).
Cuando las historias salen a la luz, la gente se pregunta por qué las víctimas esperaron tanto tiempo para reportar el incidente. La respuesta es que muchas temen represalias si se quejan. O les preocupa que no las tomen en serio.
En un estudio, los investigadores les preguntaron a las mujeres cómo pensaban que reaccionarían si un entrevistador masculino les hiciera preguntas tales como "¿está usando un sostén?". Las mujeres anticiparon que reportarían al entrevistador por acoso.
Pero, de hecho, cuando los investigadores hicieron semejantes preguntas inapropiadas, resultó que las mujeres no los reportaron. En lugar de enojo, su emoción primordial fue el miedo.
Una amiga, quien es usualmente asertiva y muy versada en tratados feministas, quedó sorprendida por su propia reacción al ser acosada: mantuvo la calma. Ella no quiso reportar la secuencia de mensajes, textos y comentarios obscenos por miedo a provocar un alboroto; le preocupaba quejarse cuando sólo quería que se le reconociera su trabajo.
Atraer la atención por las razones equivocadas sería un desastre para su carrera, pensó. Pero también se culpó a sí misma; se preguntó si ella propició el comportamiento del acosador. Confió en una colega quien le dijo que lo ignorara. Otra le dijo que lo soportara y lo tomara como un cumplido.
Las investigaciones han revelado que las mujeres suelen soportar la situación, esperando que desaparezca, o se dicen a sí mismas que no es realmente importante, que el acosador no tuvo la intención de hacerlo o que ellas lo propiciaron.
Vicki Magley, profesora de psicología en la Universidad de Connecticut, ha encontrado que las mujeres no necesariamente catalogan los toques casuales ni los comentarios explícitos sobre su apariencia como acoso. Esto podría ser un mecanismo de supervivencia, plantea.
Hace unos años, hablé con una asistente personal sobre el acoso sexual que sufrió por parte de su jefe ejecutivo. Su modus operandi era esperar hasta que todos salieran de la oficina, y entonces manosearla. La única solución, sentía ella, era renunciar, y así lo hizo. ¿Quién le habría creído?
Hoy, tal vez, a medida que salen más casos a la luz, gracias a esas historias de Silicon Valley y de personas como la Sra. Judd, ella habría sentido más confianza para denunciar.
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