Hay varias ideas y reflexiones que vienen a mi mente cuando pienso en las etiquetas y el branding del vino. Pero de una estoy segura, son cada vez más importantes en el mercado de consumo más masivo.
Un vino tiene mucho para contar. Hay historias de las personas que lo elaboran, historias de la bodega, de la región, de la variedad; hay formas diferentes de elaboración, hay personas maravillosas detrás del vino, anécdotas y tanto para decir, que hasta una cata se puede quedar corta. Entonces ¡imaginémonos una etiqueta!
¿Cuántos vinos llevamos a casa con la promesa de un gran descorche?
A la hora de diseñar una etiqueta el desafío es grande, porque este pedacito de papel tiene una gran responsabilidad en un mar de opciones: puede ayudar a cambiar, o, mejor dicho, a construir la historia.
Y en este universo entran aquellas etiquetas más jugadas y rupturistas, que, debo reconocer, me encantan, siempre que estén pensadas con una base sólida y con un mensaje claro a transmitir. Creo que, en un segmento de mercado más masivo, ayudan a masajear la contractura mental que puede generarnos una góndola llena de botellas con información confusa como lugares y términos excluyentes.
Dejarse llevar por estas etiquetas que nos atraen por sus elementos, colores y términos, no está nada mal, como muchos piensan, ya que son ellas el primer acercamiento que tenemos a un producto. Ni porque sean más clásicas son mejores, ni porque sean más rupturistas son peores.
Pero indefectiblemente, todas tienen la gran oportunidad de abrir una conversación, que puede terminar en una tertulia única.
Además del diseño como tal, el storytelling de las etiquetas es fundamental. Qué contar y qué no, de qué forma, es otra decisión clave. Hay regiones que, por regulaciones, lo tienen más acotado, pero hay otras que tienen total libertad.
Me parece que apostar por el marketing de etiquetas es un camino interesante para conectar con las nuevas generaciones, que están expuestas a un imaginario visual diverso, siempre con equilibrio y objetivos claros.
Como en todas las industrias, siempre hay diferentes segmentos, y el branding debe responder a los códigos que cada uno maneja. Un grand cru de la Borgoña tiene códigos de diseño y storytelling ligados a la historia, a las regulaciones de la denominación de origen y a la construcción de un posicionamiento de prestigio. Es decir, juega un partido distinto al de otros vinos.
Pero, más allá del segmento, lo importante es entender que todos los tipos de etiquetas tienen un mismo desafío: conectar con potenciales consumidores. En el mundo del vino, ante tanta diversidad de productos, regiones, variedades de uva y estilos, este puente puede hacer la gran diferencia.
Y no hay que olvidar que, en definitiva, la etiqueta no solo viste al vino, sino que, bien trabajada, tiene la posibilidad de traducirlo.
Así que está bien dejarse seducir por la etiqueta del vino, ya luego será el producto el que termine de conquistar en la copa. Habrá riesgos, sí, pero allí radica la ganancia.