Empecé a trabajar como diseñador y en publicidad a muy temprana edad. Si mal no recuerdo mi primer trabajo como diseñador junior lo tuve a los 17 años. Y desde ese entonces hasta ahora fueron muy pocas las ocasiones, en las cuales el trato –desde el afecto– fue la norma. ¿Por qué digo esto? La publicidad ya no se trata solo de vender un producto, el cual casi se volvió secundario y lo que importa es la experiencia que se genera en torno a este y cómo nos afecta y modifica para mejor la vida misma. No importa el qué, sino el cómo. El momento/instante que se genera y que causa un cambio lo suficientemente grande como para modificar la realidad, siendo esta última, el “enemigo”.
Para hacer esto, en publicidad (y como en otros trabajos) nos sumergimos en dicha realidad para desarmarla, consumirla para finalmente desterrarla y remplazarla por ese momento/instante/experiencia que resulta en una resignificación de las vidas del consumidor final. Sí, digo vidas en plural porque no tenemos una sola. Pero eso ya es para otro artículo.
Desde que trabajo en este rubro, si hay algo que tienen en común todos los coworkers con los que me tocó trabajar, fue una sensibilidad y una percepción sobre la belleza que va más allá del común. Casi diría una "humanidad exaltada", pero así también, almas con mucha angustia y dolor, bastantes solitarias y oscurecidas por las a veces viles formas –disfrazadas de exigencias y del "saber trabajar bajo presión"– que tienen que ser administradas para sacar el día a día de la mejor forma posible.
El deseo de ser mejores, de crecer, de evolucionar y no quedarnos estancados en procesos que no nos ayudan a construirnos laboral y personalmente, así como el estrés y la incapacidad que la mayoría de los seres humanos tenemos para administrar la frustración, son los principales factores para perder nuestra propia voz. Nuestras identidades. Sumergiéndonos en esos vacíos existenciales que, en vez de ayudarnos, nos hunden más y más.
Si es que hay algo de lo que estoy convencido es que todos los seres humanos hacemos nuestros trabajos de la mejor forma posible, con las mejores herramientas de las que disponemos, en el momento en que cada uno se presenta. Ni más ni menos. Pero hay veces que parecería ser que eso se nos olvida y nos hundimos en un mar de desesperación y angustia por dar y hacer más de lo que ya estamos haciendo, olvidándonos de lo que dije un poco más arriba, y nuestro afecto por la gente que nos rodea, por el trabajo que hacemos y por nosotros mismos, se ve afectado.
Entonces, ¿se puede hacer algo cuando estas situaciones de angustia se presentan? Y lo que hagamos ¿servirá? Yo creo que sí. En los últimos años fui aprendiendo que la mayor parte del rubro publicitario, a nivel interno, carece de un sistema que permita a la gente hablar y empatizar con las problemáticas comunes. Todo el mundo está como muy ensimismado en sí mismo, en el dolor del día a día. Y el camino se pierde.
Como solución a esto lo que suelo recomendar, y a mí me funciona, es hablar: decir, nombrar. Ponerle nombre a un problema, darle forma y administrarlo. Trabajamos en un medio que aboga por comunicar y decir cosas que nadie más dice, pero muchas veces nosotros mismos no somos capaces de hacerlo ni por nosotros mismos y mucho menos por nuestro entorno. Y las cosas que no se nombran son el cuco bajo la cama que crecen como una noche de tormenta en el corazón y a veces, el problema es muy pequeño como para dejarlo crecer.
¿Cómo hacer para plantear estas cuestiones? Creo que podríamos empezar por un: "Hola hermosa, ¿cómo estás?". El simple hecho de preguntar, de "estar" en los lugares donde el otro muchas veces se siente solo, es un gran paso que ayuda a aligerar una carga muy pesada y pone en el diálogo cosas que nos parecen que muchas veces, solos no vamos a poder solucionar.
Somos equipo, ¿no?
Les dejo estas reflexiones con todo el cariño del que soy capaz, esperando que ayuden de cierta forma, por lo menos, a llevar a otro lugar diálogos internos y así aligerar caminos y lugares, haciéndoles saber, que no están solos.