“No sabía nada del tema. Tenía vergüenza, pensé que era un hongo, me automediqué sin resultados, y cuando la pérdida se aceleró, me asusté”, relató Giselle en comunicación con InfoNegocios. Su diagnóstico llegó tras consultar a una dermatóloga privada, quien descartó infecciones y le indicó que debía hacerse estudios para descartar causas como lupus o problemas de tiroides. Los análisis no arrojaron mayores irregularidades, salvo colesterol alto.
Lo que vino después fue un maratón médico y financiero: tratamientos con multivitamínicos importados que costaban entre G. 60.000 y G. 160.000 por semana, visitas dermatológicas de G. 250.000, inyecciones de corticoides y medicamentos que no daban resultado. “Gastaba unos G. 600.000 por semana solo en medicamentos y consultas, y no veía mejoras”, recordó.
Durante su embarazo en 2022, su situación dio un giro inesperado: su cabello dejó de caerse. “Mi cuerpo entró en ‘modo mamá’. Se concentró en el bebé y dejó de atacar mi cabello”, explicó. Sin embargo, tras dar a luz y comenzar la lactancia, la caída regresó con más fuerza. “Era tan intensa que decidí raparme. El cabello se liaba en el cuello de mi bebé, era inmanejable”.
Durante tres años abandonó los tratamientos por no poder medicarse durante la lactancia. Recién en 2024, casi sin esperanzas, probó un tratamiento con una cosmetóloga que incluía ozonoterapia y la aplicación de lípidos y proteínas directamente en el cuero cabelludo. “Fue doloroso, pero funcionó. Mi cabello empezó a crecer de nuevo en zonas donde llevaba años sin nada”, relató.
La alopecia areata no tiene cura. “Es autoinmune y emocional. En mi caso fue por estrés, y aunque esté bien físicamente, un pequeño desequilibrio emocional puede detonar una nueva caída”, puntualizó. A lo largo del proceso, pasó por más de diez dermatólogos. Solo uno le pidió estudios completos, y en el sistema público incluso recibió diagnósticos errados. “Me dijeron que era hongo, sin análisis. Me recetaron cremas sin fundamento. Solo en el privado sentí que se tomaban el tiempo de investigar”.
Además del costo económico, Giselle enfrentó el impacto psicológico de una enfermedad visible y mal comprendida. “La alopecia no define tu belleza ni quién sos. Es duro, pero el cabello vuelve a crecer. No están solos”, aseguró.
Hoy, Giselle utiliza sus redes sociales para compartir su experiencia y ayudar a otros a evitar tratamientos ineficaces o peligrosos. “Me llegaron a decir que me aplique esmalte de uñas en la zona afectada. Hay mucha desinformación y desesperación. Por eso hago videos: para que no caigan en lo mismo”.
Su historia también expone una problemática de fondo: la falta de capacitación específica en salud pública sobre afecciones dermatológicas poco comunes y el elevado costo de tratamientos efectivos. En su caso, incluso un implante capilar fue descartado por especialistas porque “la piel no mostraba indicios de regeneración”.
Aunque aún convive con la posibilidad de nuevas recaídas, Giselle está mejor preparada y más empoderada. “Después de seis años, aprendí que la clave está en buscar información seria, escuchar a tu cuerpo y no dejar que una condición defina tu valor”.