Y cuando pasó al frente, los nervios le jugaron una mala pasada. Habló demasiado rápido, se desconcentró, intentó improvisar contando una anécdota que no sumaba y cerró sin una frase que dejara huella.
No fue un desastre, pero tampoco fue memorable. Y en ese tipo de presentaciones, no ser memorable significaba una sola cosa: que no iba a lograr su cometido. Su proyecto era fantástico, pero la manera de contarlo no llegó con fuerza y se perdió una gran oportunidad.
Esa tarde, Pedro entendió algo que muchos descubren tarde: no alcanza con saber de lo que uno habla; es fundamental saber cómo decirlo.
Un gran problema que enfrentan muchas personas a medida que crecen en las organizaciones es que no tienen herramientas para potenciar su voz, su oratoria, la manera de presentar y conectar con los demás. Entonces, creen que con un buen PowerPoint el trabajo está hecho. Sin embargo, lo que se dice pesa solo un 15% a 20% en el mensaje general.
El trabajo sobre la voz, el cuerpo y el arte de contar historias es lo que rodea al contenido y permite que una presentación correcta se transforme en una excelente presentación.
La voz es una herramienta poderosa que muchas veces se subestima. No se trata solo de que se escuche fuerte y claro, sino de modular, pausar, acelerar o frenar cuando hace falta. Las variaciones de tono, un silencio bien puesto en el lugar justo y la energía que transmite cada palabra pueden cambiar por completo la recepción del mensaje. Una voz monótona apaga el interés, mientras que una voz apasionada, que siente lo que dice, capta atención y genera conexión.
El cuerpo también habla, aun en ausencia de movimiento, incluso antes de que empiece una presentación. La postura, la dirección de la mirada, el uso de las manos, la manera de caminar o quedarse quieto frente a la audiencia: todo comunica. Cuando hay coherencia entre lo que se dice y cómo se acompaña con el cuerpo, el mensaje gana fuerza. Pero cuando el cuerpo está tenso, cerrado o desalineado con el discurso, hay un ruido que desconecta.
Las historias son el puente emocional entre quien habla y quien escucha. No tienen que ser largas ni dramáticas. Solo necesitan ser humanas. Una anécdota concreta, una escena reconocible, un momento de duda o aprendizaje… Eso es lo que permite que la audiencia se vea reflejada, entienda desde otro lugar y quiera seguir escuchando. Las ideas sin historias pueden ser correctas, transmiten información, pero son las ideas con historias alrededor las que se quedan en la memoria y transforman percepciones.
Por eso, preparar una presentación no es solo sentarse a pensar qué decir o a desarrollar las diapositivas, sino prepararse en cómo conectar con quienes te van a escuchar. Y en ese camino, contar con alguien que pueda mirar desde afuera, hacerte preguntas incómodas, marcar lo que no se ve a simple vista, es transformador.
No se trata de que alguien te diga qué hacer, sino de tener un espacio para revisar lo que ya hiciste, ponerle lupa, probar, ajustar y afinar. A veces es cuestión de mover una pausa de lugar. A veces, de cambiar algunas palabras. O simplemente empezar a sonreír mirando a los ojos de quienes te oyen.
En una era llena de información, tenemos que aprender a destacarnos. Y el secreto está en cómo lo contamos, en cómo logramos emocionar, explicar o inspirar con nuestras palabras. Porque cada vez que hablamos frente a otros, no solo estamos presentando una idea: estamos presentando quiénes somos.
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