Existen vinos muy famosos con cosechas específicas que, en subastas, pueden alcanzar los US$ 20.000 o más. ¿Lo valen? Tal vez sí o tal vez no, todo depende de quien responda. Pero si hay una oferta, es porque existe una demanda.
Todo en el mundo tiene el valor que nosotros le damos. Por eso, hay personas que gastan miles de dólares en carteras de diseñador, mientras otras lo hacen en asistir a eventos deportivos. Cada uno elige dar valor, en la medida de sus posibilidades, a aquello que le gusta, le apasiona y, aunque no siempre sea consciente, a aquello que proyecta la imagen que quiere.
Entonces, existe el precio y existe el valor; y no siempre van de la mano para todos.
Ahora, ¿voy a darme cuenta de la diferencia frente a un vino de US$ 1.000. Creo que, en todas las industrias llega un punto en que el producto no debe demostrar calidad, o siquiera hablar de estilo. La diferencia se encuentra en sutilezas como la historia, la tradición, las manos que lo elaboraron, el contexto de ese momento; en intangibles que suman a ese producto, un valor emocional superior.
En aquella conversación, alguien dijo que una botella se bebe tan rápido que sería un desperdicio, comparándola con bienes más “duraderos”. Pero yo pienso en la magia que puede surgir alrededor de un vino, sobre todo, si tiene los ingredientes perfectos para que la conversación se vuelva inolvidable. Sí, su duración física es breve, pero el momento puede ser eterno. ¿De qué más está hecha nuestra vida sino de momentos y recuerdos?
Es cierto que el vino también se ha convertido en una forma de inversión (como el arte o las joyas). Existen coleccionistas que guardan en sus cavas botellas que no verán un sacacorchos en décadas. Otros las abren en ocasiones especiales… y otros, como en el famoso caso del Petrus en sangría, las beben en la playa.
Para beber o para guardar, el vino, como un producto artesanal que carga historia y emoción, sin hablar de las líneas más industriales de gran volumen, no está sujeto a una única valoración de precio, posicionamiento, oferta. Su valor se teje entre la demanda, la exclusividad, el prestigio y la conexión que genera.
No es así para todos, lógicamente, y eso es perfectamente válido. Lo importante es entender que hay una forma distinta de valorar el vino para cada persona.
Y, sobre todo, no olvidar que el valor no está solo en el vino como bebida, sino en todo lo que representa: la historia, el momento, la emoción que lleva dentro. Por eso, sí, lo vale — siempre que, desde nuestra perspectiva, sea más que solo líquido en una botella, y sea el descorche de algo único, capaz de emocionar.
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