Para revertir esa realidad, en los últimos años se han puesto en marcha proyectos que apuntan a mejorar la productividad, y a conectar a los agricultores con canales reales de venta. Desde InfoNegocios conversamos con Jorge Riveros, coordinador de una de estas iniciativas, el Proyecto de Inserción a Mercados Agrarios (PIMA) del MAG, que desde 2020 trabaja con organizaciones de productores y comunidades indígenas en toda la Región Oriental del país.
“El gran problema de muchos productores no es solo producir más, sino vender mejor”, explicó Riveros. “Por eso, el eje está en ayudarles a insertarse en cadenas de valor, con equipamiento, asistencia técnica y, sobre todo, acceso al mercado”.
En cuatro años, más de 9.400 productores rurales fueron beneficiados a través de subproyectos de inversión que abarcan rubros tan diversos como granos, hortalizas, lácteos, avicultura, frutas de alto valor comercial, yerba mate, miel, caña de azúcar y plantas ornamentales.
La clave, según Riveros, está en que estas iniciativas no entregan únicamente insumos. “Apoyamos con maquinaria como tractores, sembradoras, camiones y motocarros, pero también con la participación en ferias, desarrollo de infraestructura y vínculos comerciales directos”, detalló. En paralelo, se promueve que las organizaciones productoras se formalicen y gestionen en forma colectiva su producción y comercialización.
Los departamentos con mayor cantidad de intervenciones son Caaguazú, San Pedro, Paraguarí, Canindeyú, Itapúa y Alto Paraná, todos con fuerte presencia de agricultura familiar.
¿Quiénes acceden a estos apoyos?
Un punto importante es que los proyectos priorizan el trabajo con organizaciones formalizadas. Para acceder, los grupos deben tener al menos 20 socios, personería jurídica, experiencia en gestión conjunta y estar inscriptos ante la administración tributaria. “Queremos trabajar con estructuras que tengan potencial de sostenerse en el tiempo. No se trata solo de asistencia, sino de construir autonomía”, enfatizó el coordinador.
Esta condición no excluye a los más vulnerables: durante la pandemia, más de 49.000 personas recibieron asistencia alimentaria mediante estos mecanismos, y 29.971 de ellas fueron mujeres. A medida que la emergencia sanitaria cedió, el foco volvió a estar en lo productivo y lo comercial.
La gran pregunta con estos programas es siempre la misma: ¿qué pasa cuando se termina el financiamiento? En este caso, los recursos provienen de un préstamo del Banco Mundial, por US$ 100 millones, con supervisiones periódicas. Pero para los técnicos, el objetivo es que las organizaciones puedan caminar solas.
“Apuntamos a que cada grupo productivo pueda gestionar sus ventas, mantener sus relaciones comerciales y planificar su crecimiento más allá del acompañamiento institucional”, explicó Riveros. “Por eso, además de maquinaria o insumos, les damos herramientas de gestión”.
En un país con tanto potencial agrícola, conectar a los pequeños productores con los mercados no debería ser una excepción, sino una política constante. Si no logran insertarse, corren el riesgo de desaparecer. Y con ellos, también se debilita la base alimentaria nacional.
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