Las fake news ya no son un fenómeno marginal. Están instaladas en el vocabulario global y han demostrado tener la capacidad de inclinar elecciones, generar conflictos diplomáticos y dañar marcas que tardaron años en construirse. Lo “argel” del caso es que la misma tecnología que democratiza la información es la que facilita también la mentira.
En ese contexto de infoxicación (exceso de datos, titulares y mensajes que consumimos a diario), perdemos la capacidad de verificar. Un titular alarmante compartido por un amigo tiene más peso que un desmentido oficial. La emoción —especialmente el miedo y la indignación— acelera el like y multiplica el reenvío.
El impacto político
La política sigue siendo uno de los escenarios más golpeados por la manipulación, al punto de que hoy se la considera hasta algo normal. En todas las elecciones vemos miles de contenidos y mensajes circulando, sobre todo en redes sociales, que alimentan la polarización, influyen en la percepción del electorado y guían o definen parte de la conversación pública.
Titulares manipulados, cadenas de WhatsApp y posteos varios son utilizados por usinas destinadas a generar, como mínimo, un alto grado de confusión o desconfianza hacia algo o alguien.
La lógica es simple: lo falso, cuando confirma una creencia preexistente, se comparte más rápido que lo verdadero. Y en un entorno digital dominado por algoritmos que premian la interacción, lo falso tiene mucha ventaja.
En lo empresarial
No solo los gobiernos sufren. Las empresas también están expuestas. Un rumor sobre la supuesta toxicidad de un producto alimenticio puede hacer caer sus ventas en cuestión de horas. Una publicación anónima en redes puede generar dudas sobre la ética de una compañía, aunque luego se demuestre que no era cierta.
Coca-Cola enfrentó en varias ocasiones intentos de boicot sin fundamentos. Empresas tecnológicas como Apple o Samsung han sido blanco de titulares que anticipaban quiebras, virus inexistentes o defectos de fabricación. El costo económico y reputacional de una posverdad puede ser altísimo.
Aquí es donde la comunicación interna y externa juegan un rol fundamental. Las compañías que cuentan con protocolos de crisis y voceros entrenados reaccionan más rápido y con mayor credibilidad. Las que improvisan suelen llegar tarde y pagar caro.
Cruzando la línea entre el bien y el mal
La desinformación se convierte en un arma deliberada y peligrosa. Gobiernos, partidos políticos y hasta empresas la han utilizado como estrategia para debilitar rivales o instalar narrativas. Lo que empieza como “guerra de relatos” puede transformarse en un campo de batalla con consecuencias graves para la sociedad.
¿Y por qué caemos tan fácilmente en estas mentiras? La respuesta está en lo que la psicología llama sesgo de confirmación: nuestro cerebro tiende a creer aquello que confirma nuestras ideas previas. En la práctica, buscamos activamente datos que coincidan con lo que pensamos.
Todo esto no es un invento del siglo XXI. Los panfletos, rumores y campañas de desprestigio existen desde hace siglos. La diferencia es la escala y la velocidad. Hoy, una noticia falsa puede recorrer el mundo en minutos y dejar una huella indeleble en la memoria digital.
En este escenario, enfrentar las fake news es también luchar por la confianza, y es ahí donde los gobiernos, las empresas y los ciudadanos tienen un rol que cumplir. Porque en comunicación, lo que no es verdad también tiene impacto. Y puede ser devastador.

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