Sorensen y Berger analizaron más de 240 reseñas literarias publicadas en The New York Times, y descubrieron que los libros de autores desconocidos podían incrementar sus ventas en un 45%, luego de recibir una reseña en contra. En estos casos, la crítica actuaba como un trampolín de visibilidad. Lo negativo llamaba la atención, y lo desconocido generaba curiosidad.
En cambio, para los autores ya consagrados, la historia fue diferente. Una crítica negativa reducía sus ventas en un 15% en promedio, ya que afectaba la percepción de calidad sobre un producto del que el público ya tenía ciertas expectativas.
Berger explicaba que la atención generada —incluso si es por un mensaje adverso— puede mejorar el recuerdo, despertar curiosidad y hasta motivar una compra impulsiva, especialmente cuando no existe un posicionamiento previo consolidado. En pocas palabras: si nadie te conoce, un escándalo puede ayudarte a entrar en la conversación.
Este fenómeno reforzó la frase tan repetida como peligrosa: “Que hablen, aunque sea mal”.
¿Es siempre así?
En comunicación, como en la vida, el contexto lo es todo. La frase puede funcionar en determinados ámbitos, como el espectáculo, la política polarizada o el mundo de los influencers. Pero cuando hablamos de marcas, servicios o empresas con responsabilidad institucional, la historia cambia.
No es lo mismo una crítica a una película independiente que se vuelve objeto de culto, que un escándalo reputacional que pone en jaque la confianza en una empresa alimentaria. Las consecuencias son diferentes, y muchas veces irreversibles.
Casos que nos muestran diferentes resultados
Donald Trump acumuló enorme cobertura negativa en su campaña del 2016, pero logró capitalizarla para reforzar su imagen de “antiestablishment”. En su caso, el rechazo mediático alimentó su narrativa de outsider.
Balenciaga (2022) lanzó una campaña con imágenes que generaron rechazo global. La intención de provocar fue tal vez deliberada, pero el impacto negativo terminó costando mucho más que cualquier notoriedad ganada. Terminaron eliminando toda la comunicación.
Kendall Jenner y Pepsi: el intento de vincular una gaseosa con protestas sociales fue visto como oportunismo, y la marca tuvo que retirar el anuncio y pedir disculpas.
El algoritmo no juzga, pero el público sí
En el universo digital lo polémico genera clics, y eso puede parecer tentador. El problema es que la viralidad no discrimina. Algo puede expandirse sin que eso implique que sea recordado positivamente.
El algoritmo puede amplificar el escándalo, pero no repara la reputación. El público construye una percepción emocional que se graba en la memoria colectiva, y a veces no hay segunda oportunidad.
¿Cuándo podría "funcionar" la mala publicidad?
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Cuando se trata de personajes cuya identidad está asociada al escándalo.
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Cuando el público objetivo busca lo irreverente o lo políticamente incorrecto (aguante el Rock and Roll).
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Cuando el hecho negativo no daña la confianza ni la credibilidad, sino que despierta curiosidad.
Pero incluso en estos casos, hay una línea muy delgada, y cruzarla puede costar caro.
Construir confianza lleva años. Perderla puede tomar solo unos segundos. Una campaña mal pensada es capaz de provocar un daño profundo, difícil de cuantificar. Porque no se trata solo de ventas, sino de marca, de prestigio, de vínculo emocional.
La famosa frase “toda publicidad es buena” olvida que no todo lo que genera atención es comunicación efectiva, y que no toda exposición es resultado.
Hay veces en que la mala publicidad puede generar impacto. Pero, en la mayoría de los casos, el costo de dañar la reputación supera cualquier ganancia efímera.
En tiempos donde la confianza es escasa y el ADN digital queda para siempre, la frase “que hablen, aunque sea mal” debería revisarse. Porque una cosa es que te conozcan, y otra muy distinta es que te elijan.
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