Llevaba ya varias semanas acompañando al equipo en un proyecto, cuando una mañana algo llamó profundamente mi atención. Decidí entonces pausar lo que estaba haciendo, cerré mi computadora y me dediqué a observar detenidamente lo que ocurría a mi alrededor.
El personal de administración como cada día resolvía con calma sus tareas diarias, mientras que en el área de producción todos se concentraban en mantener las máquinas en marcha, asegurando que todo estuviera listo para producir más y mejor. Cada uno en su rol, cada uno aportando a su manera, sumidos en la rutina diaria, en un imparable ritmo de trabajo que parecía no detenerse jamás.
Fue entonces cuando apareció Don Rubén, un hombre de aproximadamente 60 años que, todos los días, subía y bajaba por los pasillos, llevando papeles, sirviendo café, siempre con una actitud servicial. Su paso, aunque firme, era lento, como era de esperar por su edad, pero lo que más destacaba era su sonrisa constante. Cada mañana, sin falta, me preguntaba con amabilidad si necesitaba algo.
Lo observé con más detenimiento. Mientras en las oficinas se sucedían las conversaciones triviales y la rutina seguía su curso sin mucha reflexión, él no paraba. No paraba porque su trabajo tenía un propósito No lo hacía solo por cumplir con una tarea, sino porque veía el valor en lo que hacía y su satisfacción era evidente en cada gesto.
Decidí acercarme. Lo miré a los ojos y le pregunté: "¿Cuántos años llevas trabajando aquí?" Él me miró fijamente y, con humildad respondió: "Llevo más de 25 años."
Aún sorprendida por la dedicación con la que realizaba su trabajo, le dije: "Don Ruben ¿Te has dado cuenta del gran trabajo que haces todos los días? Podría decir que trabajas más que muchos de los que pasan todo el día detrás de ese computador. Tú lo haces con una energía y dedicación que realmente se nota. ¿Te lo han dicho alguna vez lo bien que haces tu trabajo?"
En ese momento, algo cambió en su mirada. Sus ojos, que antes brillaban con calidez, ahora reflejaban una mezcla de sorpresa y emoción contenida. Su voz, un tanto quebrada, me respondió: "En todos estos años, es la primera vez que alguien me dice que estoy haciendo bien mi trabajo".
Este encuentro me dejó una profunda lección sobre el verdadero significado del trabajo. El 1 de mayo, Día del Trabajador, no solo celebramos el esfuerzo visible, el trabajo que se ve desde las oficinas o las grandes salas de juntas. Hoy celebramos el valor del esfuerzo invisible: ese trabajo constante, diario, lleno de dedicación de aquellos que, aunque no siempre están en el centro de atención, son la columna vertebral de las organizaciones.
Cada tarea, por pequeña que parezca, tiene un impacto inmenso. Don Rubén, con su café en mano y su sonrisa sincera, era el reflejo de miles de trabajadores anónimos que, con su compromiso, hacen posible que las empresas sigan adelante. Ellos son los que mantienen las ruedas en movimiento, los que, sin esperar aplausos, cumplen su labor con integridad y pasión.
Hoy, en este Día del Trabajador, quiero rendir homenaje a todos esos trabajadores, a los que se entregan con el corazón, a los que entienden que su trabajo tiene un propósito más grande. El trabajo no es solo un medio para ganar un salario; es una forma de contribuir al bien común, de construir una sociedad más justa y próspera. El verdadero trabajo, el que se hace con el alma, es el que mueve el mundo.
Gracias a todos los trabajadores, desde el más visible hasta el más discreto, por su esfuerzo constante que impacta positivamente en nuestra sociedad.
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