La inocuidad alimentaria —la garantía de que los alimentos están libres de contaminantes y son seguros para el consumo humano— se ha convertido en el principal requisito de los mercados internacionales. Más allá del aspecto fitosanitario, que se enfoca en plagas y enfermedades que afectan a las plantas, hoy los ojos están puestos en la presencia de residuos de plaguicidas, metales pesados y toxinas. Cada país impone sus propios límites de tolerancia, y cruzarlos puede significar la pérdida del acceso a mercados clave.
En nuestro país, esta labor es desarrollada por el Senave, institución que cuenta con tecnología de punta y personal especializado, según explicó el director de Laboratorios de la institución, Alfredo Gryciuk. Las técnicas de biología molecular, como el análisis de ADN mediante PCR, permiten identificar plagas con una precisión milimétrica. Equipos como microscopios de alta resolución, secuenciadores genéticos, cromatógrafos líquidos y gaseosos con detectores de masa a masa —algunos con un costo superior al millón de dólares— forman parte del arsenal técnico con el que se analiza cada partida de productos antes de salir del país.
Estos controles no se aplican una sola vez, sino que, según el director de Laboratorios, se realizan en cada lote que se exporta. Desde granos como soja, arroz y maíz hasta frutas como banana, piña, limón y aguacate, todos pasan por un proceso de verificación que incluye inspección visual y análisis de laboratorio cuando es necesario. Es un trabajo diario y constante: solo en 2024 se realizaron más de 35.000 análisis, lo que en promedio representa alrededor de 100 pruebas por día. Esto da una idea de la dimensión y el dinamismo del sector exportador local, así como de las exigencias que deben cumplirse para mantener y conquistar mercados.
El avance de la tecnología también permite que estos controles sean más rápidos y accesibles. Las pruebas de PCR y los test de ELISA, por ejemplo, ofrecen resultados confiables en poco tiempo, lo que ayuda a que los productos no sufran demoras innecesarias. Esta capacidad técnica, acompañada de una cultura de prevención y mejora continua, ha hecho posible que la producción local mantenga la confianza de mercados tan exigentes como Japón, Europa o Estados Unidos.
La vigilancia sobre la inocuidad no solo protege a los consumidores extranjeros, sino también a los locales. Es un escudo invisible que resguarda la salud pública y aporta valor agregado a la producción nacional. El esfuerzo por mantener estándares internacionales en todos los eslabones de la cadena, desde el campo hasta el empaque final, no es opcional: es una condición indispensable para competir en un mercado donde la confianza se construye con resultados, no con promesas.
Aunque las instituciones encargadas de estas tareas suelen ser parte del sector público, lo esencial aquí no es el actor, sino la función: asegurar que lo que se produce con tanto esfuerzo en el campo esté libre de riesgos para quien lo consume, sin importar si está en Asunción, Berlín o Tokio. Esta labor, muchas veces silenciosa, es la que permite que la reputación de la producción nacional crezca en los mercados más sofisticados del mundo.
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